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01 de Julio de 2024 /
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Opinión / Etcétera

Doxa y Logos

El dinero y su poder liberatorio y constituyente

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Jorge González Jácome
Profesor asociado de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes

El artículo 874 del Código de Comercio establece el poder liberatorio del dinero, particularmente de la moneda nacional: “Cuando no se exprese otra cosa, las cantidades que se estipulen en los negocios jurídicos serán en moneda legal colombiana”. El pago en dinero puede extinguir las obligaciones, liberar al deudor de su lazo con el acreedor y, desde el punto de vista del capitalismo y el liberalismo, ayudarnos a adquirir nuestra libertad. La moneda de curso legal a la que un orden jurídico le otorga ese poder liberatorio tiene una ventaja frente a otros medios de intercambio y pago como el trueque: en teoría, todos podemos tener acceso al dinero, mientras que, si fuéramos solo productores de trigo, por ejemplo, la posibilidad de liberarnos de una obligación sería más compleja si nuestro acreedor no acepta el trigo. El dinero, en cambio, simplifica los términos de intercambio gracias a que es fuente de confianza mutua.

En su historia de la humanidad (Sapiens), Yuval Noah Harari (Random House, 2023) señala que, junto con los imperios y la religión, el dinero ha sido uno los mecanismos mediante los cuales la especie humana ha tratado de materializar su pretensión de unificación global. Esta visión global, según Harari, es el principal motor de la evolución de la humanidad y consiste en la pretensión constante de los seres humanos de cooperar con los demás, incluso con extraños, y lograr superar la propensión de dividir tajantemente entre “nosotros” y “ellos”. Con el fin de materializar esta visión global, los seres humanos inventaron el dinero que, en últimas, es “el más universal y más eficiente sistema de confianza mutua que jamás se haya inventado” (pág. 203). Quizás es exagerada la afirmación, pero vale la pena pensar en cómo las sociedades construyen símbolos fundacionales para generar confianza.

Esta pregunta sobre lo fundacional de las sociedades políticas nos remite al problema del poder constituyente, que se define clásicamente como una manifestación de voluntad que tiene la autoridad para tomar una decisión concreta sobre el tipo de organización política. El problema con esta noción es que en la historia política de la humanidad difícilmente puede comprenderse que cada comunidad pueda asegurar con certeza que una sola voluntad la constituyó. Nuestra existencia política es más compleja que aquella determinada por una sola y clara voluntad expresada por un pueblo imaginario y lo constituyente se define no solo desde esa idea voluntarista, sino también a partir de otras estructuras o creencias como el dinero.

Entre la definición clásica y la reflexión de la creación de confianza mutua, la potencia para constituir una sociedad política pareciera ser una mezcla de voluntad y confianza. Podríamos criticar que en la economía contemporánea hay un problema serio de desigualdad y que hay millones de personas que no tienen acceso al dinero y que, por ende, no disfrutan de su poder liberatorio. Ese es un asunto importante. Pero el punto sobre el que quisiera insistir es que el dinero opera como constituyente y liberador gracias a que parte de la idea de la confianza mutua.

Desde estas ideas podemos abordar la novela Plata quemada de Ricardo Piglia (Random House, 2013). Basada en una crónica policial sobre el robo de un banco en Argentina por una banda de asaltantes, el narrador de la historia escribe un relato que va desde la planeación del robo hasta la captura de uno de los ladrones, pasando por su enfrentamiento con la policía. Quizás uno de los momentos más significativos de la novela es una escena que le da su título. Asediados ya por la policía y apertrechados en un apartamento en Montevideo, los miembros de la banda se enfrentan en un violento tiroteo con sus perseguidores. En medio del asedio, los delincuentes queman el dinero que se habían robado y el narrador nos interpela: “si la plata es lo único que justificaba las muertes y si lo que han hecho, lo han hecho por plata y ahora la queman, quiere decir que no tienen moral, ni motivos, que actúan y matan gratuitamente, por el gusto del mal (…). Todos comprendieron que ese acto era una declaración de guerra total, una guerra directa y en regla contra toda la sociedad…” (págs. 130-131). Luego de ese acto, dice el narrador, los delincuentes fueron conocidos como los nihilistas. Cuando sacan del apartamento sitiado a uno de los maleantes que sobrevivió, los vecinos lo golpean violentamente en medio de “un descontrol colectivo [que] se justificaba según algunos por el daño terrible y cruelmente causado a la sociedad y sus leyes por los delincuentes” (pág. 164).

Lo que muestra la historia es que la destrucción súbita de un objeto que tiene poder constituyente produce un descontrol complejo: de un lado se produce la declaración de guerra total cruenta en un barrio residencial de Montevideo y, cuando triunfa el establecimiento, se despliega una violencia contra el que se cree que puso en riesgo la sociedad. Por eso es tan compleja la idea del poder constituyente, pues la tentación de desplegarlo a partir de una idea voluntarista pierde de vista que también descansa sobre símbolos y relatos sobre los que tenemos una confianza mutua y que muchas veces no quieren ponerse en riesgo.

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